El Código Da Vinci – Dan Brown

El Código Da Vinci

El Código Da Vinci de Dan Brown es uno de los libros más vendidos desde unos años, tanto así que fue llevado al cine para su adaptación, aunque la gran mayoría prefiere el libro.


Prólogo de El Código Da Vinci

Museo del Louvre, París.

10:46 p.m.

Jacques Saunière, el renombrado conservador, avanzaba tambaleándose bajo la bóveda de la Gran Galería del Museo. Arremetió contra la primera pintura que vio, un Caravaggio. Agarrando el marco dorado, aquel hombre de setenta y seis años tiró de la obra de arte hasta que la arrancó de la pared y se desplomó, cayendo boca arriba con el lienzo encima.

Tal como había previsto, cerca se oyó el chasquido de una reja de hierro que, al cerrarse, bloqueaba el acceso a la sala. El suelo de madera tembló. Lejos, se disparó una alarma.

El conservador se quedó ahí tendido un momento, jadeando, evaluando la situación. «Todavía estoy vivo.» Se dio la vuelta, se desembarazó del lienzo y buscó con la mirada algún sitio donde esconderse en aquel espacio cavernoso.

—No se mueva —dijo una voz muy cerca de él.

A gatas, el conservador se quedó inmóvil y volvió despacio la cabeza. A sólo cinco metros de donde se encontraba, del otro lado de la reja, la imponente figura de su atacante le miraba por entre los barrotes. Era alto y corpulento, con la piel muy pálida, fantasmagórica, y el pelo blanco y escaso. Los iris de los ojos eran rosas y las pupilas, de un rojo oscuro. El albino se sacó una pistola del abrigo y le apuntó con ella entre dos barrotes.

—No debería haber salido corriendo. —Su acento no era fácil de ubicar—. Y ahora dígame dónde está.

—Ya se lo he dicho —balbuceó Saunière, de rodillas, indefenso, en el suelo de la galería—. ¡No tengo ni idea de qué me habla!

—Miente. —El hombre lo miró, totalmente inmóvil salvo por el destello de sus extraños ojos—. Usted y sus hermanos tienen algo que no les pertenece.

El conservador sintió que le subía la adrenalina. «¿Cómo podía saber algo así?»

—Y esta noche volverá a manos de sus verdaderos custodios. Dígame dónde la ocultan y no le mataré. —Apuntó a la cabeza del conservador—. ¿O es un secreto por el que sería capaz de morir?

Saunière no podía respirar.

El hombre inclinó la cabeza, observando el cañón de la pistola.

Saunière levantó las manos para protegerse.

—Espere —dijo con dificultad—. Le diré lo que quiere saber.

Escogió con cuidado las siguientes palabras. La mentira que dijo la había ensayado muchas veces… rezando siempre por no tener que recurrir a ella.

Cuando el conservador terminó de hablar, su atacante sonrió, incrédulo.

—Sí, eso mismo me han dicho los demás.

Saunière se retorció.

—¿Los demás?

—También he dado con ellos —soltó el hombre con desprecio—. Con los tres. Y me han dicho lo mismo que usted acaba de decirme.

«¡No es posible!» La identidad real del conservador, así como la de sus tres sénéchaux, era casi tan sagrada como el antiguo secreto que guardaban. Ahora Saunière se daba cuenta de que sus senescales, siguiendo al pie de la letra el procedimiento, le habían dicho la misma mentira antes de morir. Era parte del protocolo.

El atacante volvió a apuntarle.

—Cuando usted ya no esté, yo seré el único conocedor de la verdad.

La verdad. En un instante, el conservador comprendió el horror de la situación. «Si muero, la verdad se perderá para siempre.» Instintivamente, trató de encogerse para protegerse al máximo.

Se oyó un disparo y Saunière sintió el calor abrasador de la bala que se le hundía en el estómago. Cayó de bruces, luchando contra el dolor. Despacio, se dio la vuelta y miró a su atacante, que seguía al otro lado de la reja y lo apuntaba directamente a la cabeza.

El conservador cerró los ojos y sus pensamientos se arremolinaron en una tormenta de miedo y lamentaciones.

El chasquido de un cargador vacío resonó en el pasillo.

Saunière abrió los ojos.

El albino contemplaba el arma entre sorprendido y divertido. Se puso a buscar un segundo cargador, pero pareció pensárselo mejor y le dedicó una sonrisa de superioridad a Saunière.

—Lo que tenía que hacer ya lo he hecho.

El conservador bajó la vista y se vio el orificio producido por la bala en la tela blanca de la camisa. Estaba enmarcado por un pequeño círculo de sangre, unos centímetros más abajo del esternón. «Mi estómago.» Le parecía casi cruel que el disparo no le hubiera alcanzado el corazón. Como veterano de la Guerra de Argelia, a Saunière le había tocado presenciar aquella muerte lenta y horrible por desangramiento. Sobreviviría quince minutos mientras los ácidos de su estómago se le iban metiendo en la cavidad torácica, envenenándolo despacio.

—El dolor es bueno, señor —dijo el hombre antes de marcharse.

Una vez solo, Jacques Saunière volvió la vista de nuevo hacia la reja metálica. Estaba atrapado, y las puertas no podían volver a abrirse al menos en veinte minutos. Cuando alguien lo encontrara, ya estaría muerto. Sin embargo, el miedo que ahora se estaba apoderando de él era mucho mayor que el de su propia extinción.

«Debo transmitir el secreto».

Luchando por incorporarse, se imaginó a sus tres hermanos asesinados. Pensó en las generaciones que lo habían precedido… en la misión que a todos les había sido confiada.

«Una cadena ininterrumpida de saber.»

Y de pronto, ahora, a pesar de todas las precauciones… a pesar de todas las medidas de seguridad… Jacques Saunière era el único eslabón vivo, el único custodio de uno de los mayores secretos jamás guardados.

Temblando, consiguió ponerse de pie.

«Debo encontrar alguna manera de…»

Estaba encerrado en la Gran Galería, y sólo había una persona en el mundo a quien podía entregar aquel testigo. Levantó la vista para encontrarse con las paredes de su opulenta prisión. Las pinturas de la colección más famosa del mundo parecían sonreírle desde las alturas como viejas amigas.

Retorciéndose de dolor, hizo acopio de todas sus fuerzas y facultades. Sabía que la desesperada tarea que tenía por delante iba a precisar de todos los segundos que le quedaran de vida.


Acceso

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